La noche que 25 personas vivimos en el frío de Alex Eugenio

25 es un número que sólo le hace justicia a la velocidad de mis ojos. Esta es una crónica, en formato de diario, que se escribió en toda la semana posterior a un concierto de Alex Eugenio en Quito, del 27 de noviembre, en 2021.

Creo que es un asunto sencillo esto del frío. Lo sentimos en la vergüenza, la nostalgia del bolero, nuestras risas comprometidas y su camisa playera de tela milimétrica. También está en la mujer desconocida que está a mi lado e intenta agarrar con su mano este aire tosco para secar sus lágrimas, mientras empaña sus lentes con el aire caliente que su mascarilla no resiste más. 

-Suena Quisiera, estoy casi seguro-

O en esos dedos de la pareja en el asiento debajo al mío, que se acarician en ciertas canciones y se separan en otras. Vuelven y se van, como dos personas que hoy se conocieron por primera vez o se conocen demasiado.

-Suena Serenata para los dos, no estoy nada seguro, pero elijo creer-  

El frío es un asunto sencillo si es el tema del momento.

Está.

No se puede quitar.

Irónicamente, es el tema para romper el hielo de Alex Eugenio en el Teatro Prometeo.

Afuera empapa el suelo. No hay luces para llegar y hay que atravesar charcos en la oscuridad.

Suena a poesía, pero qué te cuento, la inseguridad y el frío abren el lugar.


Adrián por Martín Altamirano.

Escribo esto el lunes, dos días después del concierto de Alex en la capital. Camino por la calle. Estoy feliz y sin audífonos. Hoy mi profesor de conducción me habló sobre sus cinco amantes a distancia y algo del amor me queda en el camino de regreso a casa. La cadena de pensamientos me lleva al sábado y el escenario en el que se presentó Alex. No tomé muchas fotos del momento. Casi todo el concierto estuve con las manos en la quijada, intentando asociar puntos de mi historia con el amor en el aire.

Y en esas estoy. Recordando lo que recordaba.

En el concierto somos pocas personas. Contando al ojo seremos 20 o 25. En la mitad está una silla, un micrófono y algunos pedales. No hay nada más que inventariar, sólo falta el músico. Se escuchan tres campanazos antes del espectáculo, como si cucharas del desayuno golpearan entre sí.

Finalmente, las luces se apagan para dar espacio a otras, unas más ligeras y enfocadas en una circunferencia alrededor del pequeño escenario de Alex, quien entra desde una esquina con ese garbo guayaco muy suyo: pecho alzado, camino recto y ademán tímido.


Saludará después.


Toca dos canciones de corrido. Todos estamos como extasiados, con ganas de estar en la playa, fumando un tabaco y bailando en pantaloneta, sudando en otra piel.

Sonrisas, ademanes y risas desnudas le dan la bienvenida a sus dos primeras canciones. Estar enamorado es sencillo. Olvidar me es imposible.

Yo viajo un momento al 2019 en que conocí a la abuela de Alex en la casa de sus padres y él estaba muy feliz porque la entreviste para un deber de la universidad. Tiene esa misma picardía vulnerable en las muecas que hace. Coqueto, atento y con un aire de showman que lo mezcla entre la vida diurna y este momento donde 50 ojos están pasmados en su cara.

Las personas que estamos aquí nos sentimos en una intimidad compleja, aunque muchos de nosotros no nos conocemos de nada. El lugar se siente como una fiesta familiar, en la que descubrimos que, finalmente, alguien en la familia tiene talento para la música. Lo escuchamos, nos reímos, agarramos tristeza en sus canciones lentas y ya está. Que no se acabe nunca esta reunión.


Ahora saluda.


Habla del frío, la camisa de playa que se puso para la ocasión y Quito. Los tres temas se asocian en una batalla benevolente contra el clima guayaquileño, aludiendo que “sí, soy guayaco, esto de estar casi desnudo en Quito es salvaje”. No lo dice. Lo leemos. Le entendemos.

A Alex le sale lo cómico con facilidad, cada muletilla o frase ‘poco elegante’ que suelta aviva al público frío por el clima, que va a ser atacado, muy temprano, por canciones tristes.

Cómo acá nos gusta sufrir y el tema del momento es un ambiente que ralentiza nuestro corazón, estas canciones que vienen lo deciden todo. Las caricias se empiezan a discutir, el cerebro empieza a asociar y, a algunos, las lágrimas les salen de forma involuntaria.

En la zona del público la luz es baja, pero puedo ver, en mis cercanos, cómo estos se pierden en las canciones. Compañera llega muy pronto. Es aplaudida con melancolía. Se va con esas ganas de la gente porque no se vaya nunca el recuerdo que crearon en sus tres minutos de duración. Yo estaba en esas, perdido en unas cuantas personas, como si la tremenda voz de Alex le diera chispa a relaciones pasmadas.

Que una voz levante de forma transitoria una situación de tu vida que se olvidó por completo es especial.

La soledad del artista con nosotros es cercana. A pesar de que su mirada no nos enfoque por la intensidad de las luces, se siente una conversación, como la de un amigo que nos quiere decir algo más que sólo un setlist –moderno– en el celular.

Llegan más canciones y los tributos tocan fibras. Estos recuerdos irán en desorden. Joao Gilberto es uno de los mencionados. En otro momento, Natalia Madrigal se sube al escenario a una colaboración anunciada ese mismo día y más adelante habrá un espacio en silencio para el ex guitarrista de Alkaloides, Mateo Castillo, recientemente fallecido.

El paso por Joao es un buen resumen por la influencia musical que Alex tiene en el repertorio de Aurora. Pasa por propuestas sacadas de hace mucho tiempo, con tiempos y países de larga distancia, sus vinilos, los músicos en su vida y las prueba-error que lo marcaron como un bolerista moderno en el país. Es lo que es. Es él.

Por ahí y saca su broma local del bolerowave y apunta a que se nos quede en la memoria como un chiste que ya no es tanto una broma, aunque todavía no lo entendemos muy bien. Suelta un delay en uno de sus pedales mientras dice b-o-l-e-r-o-w-a-v-e y todos nos reímos.

Alex por Martín Altamirano.

Yo no sé muy bien porqué, tal vez porque el bolero, en mi mente, es cosa de viejos y el wave tiene toda la pinta de un diecisieteañero fan de Tame Impala, que quiere tripear por primera vez con Sprite y jarabe para la tos.

La canción con Natalia es una muestra directa de dos músicos que nacieron para encontrarse. Como esas casualidades que, desde lejos, no cuadran y desde cerca no los quieres separar nunca.

Los dientes de algunos asistentes regañan la preguntadera de si “¿la chica esa es la de los Swing Original Monks?”, a lo cual otros –igual de sorprendidos- dicen que “sí”. En tanto silencio hay mucho ruido.

Antes que Natalia suba, Alex bromea que, al fin, hay alguien que le lleve una silla extra sin que él deba levantarse, refiriéndose a la producción del teatro. Ya puesta la silla, Natalia va al escenario en la mitad del lugar. Están listos para cantar y, de hecho, cantan medio segundo. Alex interrumpe los gestos concentrados de los dos porque se olvidó de algo en el camerino.

“¡EL CAPO!”, grita Alex mientras todos ríen y simulan que ese medio segundo nunca existió.

Llega el capo. Un objeto en forma de ‘c’ que sirve para ajustar tonalidades en una canción y se pone en las cuerdas de la guitarra.

Con la trama compuesta, la canción se reanuda y el medio segundo es recuperado con un silencio entre ambos mientras, con la mirada, parecen decirse “a la cuenta de tres”. No hay palabras, sólo pupilas.

Y arrancan.

Es ahí donde la mujer que está a mi derecha empieza a llorar e intenta que esto no se note. Tiene esa maña de luchar con su risa para no derrumbarse. Escucho sus jadeos. Alex y Natalia cantan mientras ella vive una verdadera lucha por secar sus lágrimas con el viento frío que sus manos intentan llevar a sus ojos para no tocarse la cara. Tiene lentes empañados y una persona a su lado. Como que intenta justificarse con ella. ¿De qué? No sé. Es inteligible.

Al acabarse la canción aplaude con fuerza, agradecida que sus recuerdos se apagan de nuevo.

Así pasan canciones y seguramente historias más lejos de mí. Por ejemplo, hay una niña al otro lado del escenario, seguramente acompañada por sus padres, que responde con un grito cuando Alex anuncia que el show está acabando. Esto es suficiente para él. Se va a quedar y está condenado a ese pequeño grito.

Al final hay recompensa.

Días después, Francisco Burneo me escribe a Instagram para contarme que fue al concierto y alguien más lloraba arriba de su asiento. Intenta excusarse con que él no lo haría nunca. Pero me regala a otras víctimas de Alex.  Ellos si lo harían siempre.

Natalia vuelve a su lugar en el concierto después de la colaboración, que es un asiento en la primera fila del teatro.

Las luces bajan y no hay color. Alex quiere hablar de algo.

El reconocimiento a Mateo es justo. Alex dice que no era muy cercano a él pero hay algo en la labor de músico que los une a cada uno de ellos.

Es un momento triste y discreto. Un espacio seguro en el que, muchos quienes habían visto a Mateo en el escenario, le rinden respeto a su vida y carrera musical, aunque, en algunos casos, nunca hayamos cruzado palabras con él.

Las dudas, la contemporaneidad de edades, lo rápido que es la vida y aquella memoria frágil de esta escena musical son expresados en estos segundos.

“Le quiero dedicar a él este concierto”, dirá para seguir con el show.

El tramo final de esta noche es algo que, quizá, pude comprender con la memoria acelerada y el paso de los días. Escribí esta parte el martes que le siguió al lunes más cercano. Ahora recuerdo Quizás y Amores de Colores, las razones por las cuales me acuerdo tanto del sábado. Mañana no sé, pero hago el mismo tramo de regreso a la casa y sólo pienso en qué recordaba con esas dos canciones de fondo.


Es jueves, media noche.


Afortunadamente, las nuevas canciones de Alex no son tan nuevas para mí. Me las envío en un chat de hace meses. Las escuché al instante. Me recalca ese momento, más de dos veces, que “aún no están terminadas”, pero yo no entiendo nada. Estas canciones me golpean fuerte. ¿Cómo no puede decirse que algo está terminado después de terminar con uno mismo? Cosas de músicos que se los dejamos a ellos, a su estrés. A su ego volador.

Quizás es una de las dos nuevas que recuerdo, porque también me la sé por los 1800-Bolerowave de Alex en plena pandemia. Livestreams en Facebook que él hacía sentado en el sillón de su casa, mientras transmitía con su webcam. La gente le pedía en los comentarios una canción, un cover o una obra de sus comienzos. Él hacía caso, como cantante de bus que quiere volver a casa.

Estar en ese chat de Facebook era sentirse en familia. Como en el Prometeo, que sentía que todos éramos primos. Hermanos. Esposos.

Sobre la canción, queda perderse en medio de la dulce y bendita saudade, que se aplica con muchísima soledad en medio de nuestra memoria. Alex consigue que las suposiciones pasen a ser propuestas. Que la tristeza y la actitud softboy de un bolerista den el coqueteo correcto para quien no puede parar de imaginar.

Es él. Somos nosotros. Cómo nos conoce este condenado.


Pasa una semana.


Los minutos finales del concierto ahora son más idílicos que reales. Alex anuncia que se está acabando el concierto. Gritos de tristeza y enojo se mezclan en un “NO” muy pleno. Él dice algo como que debe armar un espectáculo para irse y que está armando todo este drama de ‘la última canción’ para que, luego, nosotros le pidamos otra. Es decir, nos regala el guión para que siga tocando sus canciones.

¿Así de malos fuimos como público? Hacía frío, nos entendemos.

Me apena no recordar el nombre de una de sus nuevas canciones. ¿Sonrisa en tu mirada? Apuesto a que el título iba así. Entre este estreno, el concierto va terminándose. Poco Casual también entra en la ecuación. Acá es donde, por fin, canto bajo mi mascarilla con mucha vergüenza. Esta canción es el paso uno de quienes tienen una relación que no cuadra en ningún lado. Tal vez en Facebook, 2011. Instagram, 2018. Tinder, 2021.

En el concierto también estrena otras obras, que son: Que Te Puedo Decir, Añoranza del Amor y Se va Se va (El amor). Acaba estas canciones y se va al camerino.

Las luces no se apagan completamente. El guión recae en la responsabilidad de 25 personas desconocidas, por lo cual nuestro único deber es gritar ‘otra’ repetidamente para invocar la presencia de Alex un ratito más.

No pasan ni 40 segundos. Alex entra de nuevo y se sienta para una última canción.

Según mi memoria, Amores de Colores es la última del concierto. Un bolero para bailar pecho-a-pecho con quien te trae loco. Para acercarte a amar a cualquiera. Alex no necesita más que su alegría para desafiar hasta al más amargado. Imposible no recordar hasta a la novia de la escuela con esta inocente canción.

Parece feria y uno vuelve a ser pelado. Sudado el rostro, babosa la boca. Mojados los cierres. Enamorado hasta el dedo. Es que la verdad, uno quiere sentirse bien para siempre.

Caricias por Martín Altamirano.

Y así es toda esta canción. Una serie de símiles sin claro sentido, pero con un aire de delicadeza que repone toda la brecha de frío que hay afuera.

Todo esto acaba en aplausos fuertes y unas ganas de pararse para hacerlo. Hay vergüenza y es un poco difícil hacerse el espectador de 10/10. Pero así lo sentimos. Aplaudir en esta noche es cosa de rutina. Es lo único que podemos ofrecer y a la vez recibir para calentarnos el cuerpo.

Alex se levanta y se deja amar.

La niña del grito repite su gesto y le lleva unas flores al centro del escenario. Ese gesto anula a Alex, que muestra un rostro encogido por la ternura del hecho. A lo lejos puedo ver que sus ojos cristalinos dicen ‘gracias’ y sus labios tensos tiemblan, como aguantando alguna lágrima.

-Te lo mereces, a manos- pensaremos todos.

Se siente amado. Hace tanto que no vuelve a Quito y nos encuentra. Nos encontramos.

Las luces se prenden y este analgésico se va. No hay revuelo, cada uno va por su espacio. Salir es sencillo. En mi cabeza hay algo que me inquieta y desarma. Pienso en la poca afluencia a este concierto. Es sábado. Es una buena hora. No es posible que anunciar un evento así, se limite a 25 personas, que apreciaron el concierto, sí, pero que no es el feedback real a todo esto que acabamos de vivir.

No quiero decir que “no nos gusta la cultura”.

A veces podemos decir que “puedes invertir un poco más en anunciar que viene un gran artista y es nuestro”.

Pero ese tema se lo dejamos al marketero. A sus campañas. A su lógica.


Como vuela él, el frío vuelve. El mismo charco sigue en la vereda para abandonar la oscuridad del Prometeo. Tropezarse es fácil. La 6 de Diciembre tiene un segmento de oscuridad que te envuelve en algo así como la ciudad y su desatino por ser imperfecta.

Son los baches, pienso ahora.

En ese instante pienso otra cosa. Que qué lindo es estar enamorado. Que qué complicado es perderse. Que qué frío hace. Que qué gran músico es Alex.

Que le daría un abrazo. Que quiero escribir de esta noche.

De este concierto.


Un analgésico.


analgésico, que linda palabra eres. Como sexual, médica y elevada al mismo instante. La ele es la letra de una almohada.

Y hoy voy a dormir en ti.


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