Aunque veas citas no es una entrevista. Es un recuerdo que, si no lo escribía, se me olvidaba. Como siempre nos pasa.
Olafo parece asustado, aunque sus ojos se concentran en atravesar su pelaje más que en avistar algún peligro. Debió acostumbrarse al sonido regio y errante de quien visita la sala de ensayo donde estoy sentado, acariciándolo.
La siguiente conversación ocurre minutos antes. -¡Whisky! ¿Dónde estás? No te veo-, me grita por el teléfono, con el acento guayaco que maneja, hecho para tomarlo y no tomarlo en serio al mismo tiempo. –Por la esquina de…la torre Eiffel- le respondo (hay un edificio en Quito con la torre Eiffel tatuada en su fachada). Veo una puerta abierta y oigo su voz gritando a lo lejos. Desde la calle suena agitado. Entro. Nos encontramos en las escaleras del departamento. El momento es rápido y nos abrazamos con un paseo incómodo de manos al saludar.

Nació en Guayaquil hace 23 años. Se llama Sebastián, aunque a cualquiera que le he preguntado sobre él, lo conocen por su apellido: Peralta. Hace poco renunció a su trabajo en una cafetería para enfocarse en la banda. El motivo: le pedían que trabaje los sábados y domingos y como él bien dice, “los fines de semana son para Pan de Dulce”. Vive en Guayaquil pero todas las veces que hemos coincidido han sido en Quito, en algún patio o casa ajena. Nos escribimos para quedar hace un tiempo. Somos amigos. Pero hoy terminamos en preguntas y respuestas pesadas. Día de mierda diría yo, quien sólo quería una cerveza o fumar weed con él.
Sebastián es algo así como un zillenial atascado entre la onda retro-guayaca de los setentas, el shitposting de memes en 2021 y varios intereses autónomos de plantas, sapos y frutas. Quiero decir que también me suena a Brasil, porque luego lo comparé físicamente con Tim Bernardes y entendió la referencia.
Está apurado. Casi está corriendo. Hemos cuadrado esta entrevista como un accidente: hace menos de 36 horas. Sebastián está en medio de un ensayo con Valentina Albornoz y Martín Erazo (Techo para ubicarlo mejor), la alineación que le da un nombre estable a Pan de Dulce, banda que vive desde el 2020.
Al llegar me siento y guardo silencio. Entiendo a Olafo. Está en mi misma situación. Perdido, atento y de testigo. Julián Salcedo, o desde ahora ‘Loco Diablo’ (el apodo se entiende conociéndolo), reúne a estas tres personas en un cuarto pequeño del departamento, con instrumentos y pedaleras en el piso, un sillón para novios/as y el cuadro de la Virgen María colgado en una esquina. –Esta es la casa de mis abuelos- me dirá luego Loco Diablo quien, entre tanto desconcierto, me presenta al primer personaje de este ensayo: su perro (u Olafo).

Empiezan a tocar canciones que no conozco y, estoy seguro, sólo las conocen ellos y sus amigos. Estar aquí es muy extraño. La viveza guayaca de Valentina y Sebastián se mezcla al silencio perdido de Martín, quien se estaciona en su bajo y de él no sale más, excepto cuando alguien se equivoca o no puede entrar bien en la canción.
Desde mi visión ajena, pienso que estoy en un matrimonio a punto de divorciarse o en el proyecto de fin de curso que se hizo el domingo a las 22:00, para presentarlo el lunes temprano. Apuntaría por la segunda porque se acerca más al contexto de mi visita, porque hoy tienen un concierto y en menos de una hora deben hacer prueba de sonido.
Ustedes leen y lo sentirán. Estoy pintando negligencia absoluta a este trío y lo que imaginan parece un ensayo atrasado sin nada que dar, pero no es así. Esta banda es oro. De lejos lo mejor que hay actualmente en la escena alterna, aunque no tengan ninguna canción publicada o mucho menos una cuenta oficial de Instagram o más mucho menos, que la única forma de conocerlos es yendo a sus conciertos.
–Oe oe oe, por si no has terminado la entrevista pon que Talking Heads fue una gran referencia- me dice Peralta por Whatsapp, a dos semanas de nuestro encuentro. Bueno, si así querías iniciar, iniciamos.
Hay una funda amarilla con tostado en una mesa de esta salita de ensayo. Me ofrecen, pero es un día seco, de esos que en Quito cuesta respirar con la mascarilla puesta. No acepto.
Olafo limita sus movimientos por el estrecho espacio del lugar, Sebastián está parado a cada momento, tocando su guitarra con cierta personalidad que lo saca de este ambiente hogareño y lo mete en su mundo. Techo está sentado en un pequeño banco, enfocado en su bajo, ese mismo que usó con La Máquina Camaleón y usa en Lolabúm. Descubro que el aspecto roto y descuidado de su instrumento está lacado y no es más que un modelo predeterminado. La magia se pierde un poco.

Valentina se mueve entre los sintetizadores y un monitor que está a su lado. Se encarga de ello. También canta los coros. Lo hace como a alguien que podrías escucharle en un disco entero y no te hartarías nunca.

Loco Diablo entra de vez en cuando al ensayo, como si siempre fuera parte de él. Eso me extraña. Quizá es costumbre o cancherismo en su propia casa, pero entra en algunas canciones como un cuarto pan-de-dulce, aunque no es uno de ellos oficialmente.

En conjunto son un estruendo de emociones, entre pequeños desajustes y errores de ensayo, confianza plena en el otro y besos entre dos de sus integrantes. Peralta me dice que cada uno cumple una función tácita en la banda, más allá de integrarla. “El pequeño crecimiento de esto ha sido todo gracias a Techo, porque el man es alguien curtidísimo, que nos ha ayudado a perfilar todo, hablar con la gente, setear…él ha sido el arquitecto de Pan de Dulce (…) Valentina es quien aviva full la llama del lado cómico, recepta bien la dinámica de todo. Su actitud es del hijueputa. La man es el corazón de la banda”.
A esta última conoció a finales del 2019, en una fiesta en Guayaquil. “Estábamos demasiado borrachos hablando de la escena independiente”, dice Valentina, riéndose. Sebastián recuerda en ese mismo momento que “Valentina quería cantar canciones de Natalia Lafourcade”. Al final de ello, ambos se hicieron más amigos en pandemia, momento de la historia humana que provocó que Peralta abandone los estudios de Programación en los que estaba, después de haber probado por la Publicidad. “Yo me cansé, sólo quería hacer música”, me confiesa.
Y en esas está.
La llama viva entre lo cómico y lo que parece no existir más que unos meses en el recuerdo de algunos, es lo que mueve a la insistencia de este grupo, que trae su nombre desde el 2016 y vive en la memoria de Peralta desde que era pequeño, cuando recuerda estar pegado a las películas biográficas de músicos o remakes de sus vidas, que lo impulsaban a querer subirse a un escenario y que todos lo vean.
No verlo es complejo. No verlos imposible. En sus shows hay un caché que se derrite entre la dejadez adolescente, el stand-up improvisado de Sebastián y las miradas enseriadas de cada uno de ellos para no fallar, aunque siempre lo hacen. El trío -y a veces cuarteto- muda con facilidad, entre comparaciones inevitables o una búsqueda por el quemimportismo a esas mismas ideas que les quitan personalidad.
Al terminar el ensayo lo hacen con un cover energético de Llorando en la Limo, versión Cariño, quienes, a su vez, versionaron a C. Tangana. La única canción que logro rescatar su nombre es una llamada Queso. Las demás se pierden entre el apuro de acabar el ensayo, hacer la entrevista y fumarse algo. Algunos detalles que me vienen a la cabeza son los instrumentos de fiesta infantil que usan para crear sonidos, desde lechugas hechas de plástico, que tienen el sonido de un pato, un kazoo que lo sopla Loco Diablo hasta dos pequeños platillos, que son la percusión orgánica de la banda.
Las distorsiones no se quedan atrás, que son comandadas por Peralta con algunas pedaleras. Para la voz, la guitarra y otras que no sabe muy bien cómo se llaman. Al final hay un momento donde Valentina toma el bajo y prueba otra faceta.
Sólo les queda tiempo para guardar cables, buscar fundas para los instrumentos y llegar puntuales a todas las diligencias que deben cumplir.
La entrevista es en la terraza y pasa entre lo leído antes, mientras nos columpiamos en un banco de dos plazas, intentando bajar la tensión de la impuntualidad.
Se acaban las preguntas y me voy de ahí.
Pienso esa tarde y esta mañana que no son los mejores en lo que hacen pero se siente el placer desinteresado por existir ahora y morirse mañana, como muchas bandas ecuatorianas que vivieron en Soundcloud y no se supo más de ellas hasta que el algoritmo nos ayudó con el match. No es que sean un-trío-clásico-con-sintetizadores-que-distorsionan-tu-realidad, pero tienen ese algo que mueve a cualquiera para buscarlos en Google y obviar los encuentros con fotos de panes hasta que des con su música. Se siente como un deber por pertenecer a algo que está pasando y sabes que puede dejar de pasar en poco tiempo, o tal vez no.
escucha aquí a Pan de Dulce.
Pero esto es, más o menos, un registro de algunas horas de una banda que existió alguna vez y quiere dejarte este mensaje sobre los monos:
Peralta: “Ahora que tengo un espacio para hablar quiero decir lo siguiente: cuando ustedes estén en Instagram, Facebook o lo que sea…Tik Tok, y vean un video donde están humanizando un mono, denuncien ese video y si lo van a compartir, que sea para que la gente lo denuncie. Es súper cruel quitar a un animal de su hábitat y traerlo a vivir con humanos de a verga”.
Puedes ver una entrevista en video a Pan de Dulce acá abajo: