Crónica basada en experiencias escogidas por Adrián Gusqui dentro del concierto de El Mató a un Policía Motorizado en Quito, el 1 de febrero del 2020. El título de esta nota va dedicado a Danny Pauta, porque es un clickbait.
Con el paso de los conciertos la memoria me relega a sostener ciertos recuerdos en sombras de lo que pasó. Ahí debe estar la importancia de la historia de Instagram.
Escuché a un asistente decir después del concierto que: “no me quiero olvidar de esto”. De seguro lo habrá hecho, sin embargo, a la 01:56 de la madrugada revisa sus historias de Instagram. Pasado ello comienza a recordar lo que hace poco fue sombra y ahora se ha convertido en un fuerte suspiro que dice: “hijueputa, estuve ahí”. La mala palabra es letal, incentiva un énfasis que va en aumento según pasa a la historia de Instagram siguiente.
No soy fan de El Mató, aunque me cantaba las canciones sin saber que decía. La clave estaba en terminar con “…depende de esto” o “jeeeeeny”. Debo admitir que era un poser intentando llamar la atención de una muchacha pelirroja a 6 asientos al frente.
Yo sé que fueron todos, pero no hubo sold out. También sé que eso no importaba. Al menos para José Fabara, quien debe estar orgulloso que su mutación a los sideshows le salió bien. Yo diría que excelente. Es lo que este nicho necesitaba: un productor que -valga la redundancia- produzca lo que grandes compañías hacen cada dos meses. El producto de valor es que Fabara lo pensó con tino, ajustó las necesidades de una escena para ganar con ello.
Fue y es un genio.
Ahora que ando de lamebotas, noto en esa memoria que no tengo, porque no tengo Instagram, que este concierto estuvo a la altura. Con la gente indicada, el sonido perceptible en todo el teatro y el lugar. Que más palabras puedo decir, la imagen de Pablo Suárez agarrándose la cabeza como si esta no aguantase más en ‘Chica de oro’ o ese fotógrafo con barba que caminaba en el pasillo y no sabía por cual cara excitada fotografiar, esas fueron razones poderosas para despedir el enero eterno en febrero.
El set de los argentinos se esparció dentro de nuestro imaginario bailable como un recorrido de canciones instrumentales, hits de antaño y nuevas producciones. Yo fui con la intención de llorar en ‘El Perro’, casi como todos en el teatro fueron con miles de otras intenciones. Estaban los enamorados, moviendo la cadera sin ritmo o sazón, pero si con aquella sincronización de la cadera de su pareja. También aumentaban con el tiempo las parejas de amigos/amigas, cautivos en sonreírse cada cuanto un hit saltaba a escena o una canción “suya” era tocada. La mueca cómplice quedaba toda marcada en un gesto honesto.
Al final no lloré pero si olvidé las sensaciones que el concierto me estaba causando. Habrá sido el trajín suicida de compartir la última canción con alguien a que amaba o la adrenalina inexacta por estar incómodo en un teatro con centenares de cuentas de Instagram que no sabes si saludar o bajar tus cejas.
Los pasillos del teatro suscitaban una necesidad por cubrirlos. La gente los llenaba a pesar que guardias pedían que no estuvieran en ellos. Al final, como cualquier guardián, se cansaron de pedir y sólo liberaron los hechos. Pasaba que no puedes controlar a gente de 19-25 años que va a ver a su banda favorita y quizá esa noche estaba esperándola hace meses, con el 25% de un sueldo básico invertido en 2 horas tremendas de show. Sí, dos horas.
No estoy muy seguro si las localidades se respetaron. Tenía pase de cortesía y me podía mover por donde quisiera, a pesar de eso, el guardia de La Ideal me pidió mi credencial de prensa para entrar al after. MI CREDENCIAL DE PRENSA, já. Si claro, soy Ecuavisa y te lo vas a creer.
Más allá de ese guardia nefasto, lo que había pasado en el teatro era suficiente para repensar qué cosas habían pasado en el concierto.
Creo que estaba cautivado por todas las sensaciones que un concierto de nicho puede elaborar en la cabeza de un descubridor. De todas esas reuniones post concierto en busca de un Uber que nos transporte a 6 personas al after o una lluvia de saludos de 3 segundos con gente que alcanzamos a notar y no sabemos si llamarles por el usuario de Instagram o con un “oye”. Todas esas sensaciones acumuladas, como si fueran una terapia más que una costumbre, revelan lo conocidos que nos hemos hecho de nuestros productos y espacios, de intervenir en producciones que casi llenan a un teatro a caer en un after que casi se vuelve privado y específico dentro de Quito.
Las historias de Instagram son fundamentales, crean el concierto en memorias que ya no pueden por todo el peso que la incomodidad de encontrarse a vaciles provoca en la cabeza, de fumar tanta weed que ya no sabes si es legítimo todo el movimiento que haces o por la intrépida búsqueda de popper en un campo que lo tiene, pero buscarlo y encontrarlo es la misión de la madrugada.
Como decía, esos 15 segundos de memoria son lo único que puede quedarnos de una noche. Sólo cabe acudir a la parte superior izquierda, aplastar la pantalla, presionar el dedo para pausar la historia y suspirar, con el orgullo de un desmemoriado, que: “estuve en el Mató, hijueputa’.